El relato bíblico del sacrificio de Isaac ha conmovido siempre tanto a los creyentes como a los menos creyentes (Gén 22, 1-18). Los primeros tratan de comprender la fe y la obediencia de Abrahán a la voluntad de Dios. Y los segundos se escandalizan de un Dios que juega con el patriarca, pidiéndole el sacrificio del hijo que tanto había tardado en concederle.
El sacrificio de Isaac puede entenderse si se presta atención al entorno en el que se sitúa. Los pueblos primitivos con frecuencia han querido arrancar de los dioses el don de la fertilidad, ofreciéndoles los primeros frutos del campo y de sus rebaños. También la fecundidad humana parecía tener un precio: el del sacrificio del hijo.
En ese ambiente, el relato bíblico asume la defensa de la diversidad de Israel, Una diferencia que se basa precisamente en la diversidad del Dios al que adora. Dios no quiere sacrificios humanos. Por un momento parece satisfacerse con el sacrificio sustitutorio de un carnero. Andando el tiempo dirá que prefiere el sacrificio de un corazón misericordioso.
LA PALABRA DE DIOS
Pero, leído en este domingo segundo de cuaresma, el sacrificio de Isaac nos lleva a pensar en el silencio y en la soledad del hijo que va a ser sacrificado por su propio padre. Para toda la tradición, este Isaac que sube al monte es imagen y anticipación de Jesús, el Hijo que será sacrificado en el monte.
Entre el monte Moria y el monte Calvario, hoy se nos presenta Jesús transfigurado en la cima de un monte alto (Mc 9, 2-10). También él pasa por una hora de crisis y soledad. Poco antes ha anunciado su futura pasión a sus discípulos y éstos han rechazado esa perspectiva de sufrimiento y de muerte. La subida a la montaña significa la búsqueda de su identidad.
Jesús aparece allí revestido de la gloria de Dios. Su cuerpo no es obstáculo para la revelación de dignidad divina. El cuerpo humano es sagrado. Es el primer mensaje de Dios al hombre, como dijo Juan Pablo II. El cuerpo no es un ídolo que hay que adorar. Pero es un lugar donde se transparenta Dios y ya de ser venerado en cada uno de nosotros.
Sin embargo, el verdadero misterio de la gloria de Cristo sólo puede ser comprendido a la luz de la palabra de Dios. En el monte alto el Antiguo Testamento está representado por Moisés y Elías. Y el Nuevo Testamento, por los discípulos Pedro, Santiago y Juan. Unos discípulos que aumentan su soledad al no entender su resurrección.
LA ESCUCHA DEL HIJO
Con todo, sobre los testigos humanos de la gloria de Jesús sobresale la voz del testigo divino. “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. La nube representa a la divinidad, envolvente y cegadora. Y de la nube llegan esas palabras que rescatan a Jesús de su soledad.
• “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Esas palabras se dirigían a los discípulos allí presentes, a sus compañeros y a los hermanos de las primeras comunidades. Todos ellos habrían de descubrir lentamente el destino y la misión redentora de Jesús. La escucha de su mensaje de verdad habría de iluminar su fe.
• “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Esas palabras se dirigen también a nosotros, a cada uno de los cristianos de hoy y a la Iglesia entera. El Hijo amado por Dios nos enseña y anima a amar a Dios y a todos sus hijos, especialmente los más necesitados. Escuchar al que es el camino ha de ayudarnos a vivir el don precioso de la caridad.
• “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Esas palabras se dirigen también a la humanidad entera. También a los que no conocen a Cristo o han renegado de Él. El Hijo de Dios nos descubre la posibilidad de construir un mundo nuevo. Escuchar al que se nos presenta como la vida, revela a este mundo en crisis el itinerario y la meta de la esperanza.
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