La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las
antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las
enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que
el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25).
Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al
comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo
que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza.
No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni
tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo
porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en
la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos,
el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección
amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente
en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y
se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la
Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo
cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por
nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia
antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la
divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de
María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica
de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo
occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani.
Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se
congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían
los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se
definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la
divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que
conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es
algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción
y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia…
camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida—
procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen
María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater,
2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la
sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la
fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha
compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos
que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar
en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María
desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como
Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras
tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese
momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En
aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas
dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la
primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte
en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su
corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y
malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las
bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de
las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida
la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con
afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de
esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y
continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con
su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos
ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin
fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está
modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro
itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades,
las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de
paz y de Dios; y la invocamos todos juntos
:, y os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos
hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de
Dios! ¡Madre de Dios! Amén.
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