1.
Al comienzo de un nuevo año, que recibimos como una gracia y un don de
Dios a la humanidad, deseo dirigir a cada hombre y mujer, así como a los
pueblos y naciones del mundo, a los jefes de Estado y de Gobierno, y a
los líderes de las diferentes religiones, mis mejores deseos de paz, que
acompaño con mis oraciones por el fin de las guerras, los conflictos y
los muchos de sufrimientos causados por el hombre o por antiguas y
nuevas epidemias, así como por los devastadores efectos de los desastres
naturales. Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra común
vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena
voluntad en la promoción de la concordia y la paz en el mundo,
resistamos a la tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra
humanidad.
En el mensaje para el 1 de enero pasado,
señalé que del «deseo de una vida plena… forma parte un anhelo
indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en
los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los
que acoger y querer».[1]
Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse en un
contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y la
caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete su
dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada vez más
generalizado de la explotación del hombre por parte del hombre daña
seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones
interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad.Este
fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales de los demás
y aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre las
que deseo hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra
de Dios, consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos».
A la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad
2. El tema que he elegido para este mensaje recuerda la carta de san
Pablo a Filemón, en la que le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo
de Filemón y que después se hizo cristiano, mereciendo por eso, según
Pablo, que sea considerado como un hermano. Así escribe el
Apóstol de las gentes: «Quizá se apartó de ti por breve tiempo para que
lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor
que un esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16). Onésimo se convirtió en hermano de Filemón al hacerse cristiano. Así, la conversión a Cristo, el comienzo de una vida de discipulado en Cristo, constituye un nuevo nacimiento (cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera la fraternidad como vínculo fundante de la vida familiar y base de la vida social.
En el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y hembra,
y los bendijo, para que crecieran y se multiplicaran (cf. 1,27-28):
Hizo que Adán y Eva fueran padres, los cuales, cumpliendo la bendición
de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la primera fraternidad,
la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos, porque vienen del mismo
vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen, naturaleza y dignidad de
sus padres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Pero la fraternidad expresa también la multiplicidad y
diferencia que hay entre los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y
por la misma naturaleza y dignidad. Como hermanos y hermanas,
todas las personas están por naturaleza relacionadas con las demás, de
las que se diferencian pero con las que comparten el mismo origen,
naturaleza y dignidad. Gracias a ello la fraternidad crea la red de relaciones fundamentales para la construcción de la familia humana creada por Dios.
Por desgracia, entre la primera creación que narra el libro del Génesis y el nuevo nacimiento en Cristo, que hace de los creyentes hermanos y hermanas del «primogénito entre muchos hermanos» (Rm
8,29), se encuentra la realidad negativa del pecado, que muchas veces
interrumpe la fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y
nobleza del ser hermanos y hermanas de la misma familia humana.
Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia
cometiendo el primer fratricidio. «El asesinato de Abel por parte de
Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a
ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la
dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir
unidos, preocupándose los unos de los otros».[2]
También en la historia de la familia de Noé y sus hijos (cf. Gn
9,18-27), la maldad de Cam contra su padre es lo que empuja a Noé a
maldecir al hijo irreverente y bendecir a los demás, que sí lo honraban,
dando lugar a una desigualdad entre hermanos nacidos del mismo vientre.
En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la
separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte
en una expresión del rechazo de la comunión traduciéndose en la cultura
de la esclavitud (cf. Gn 9,25-27), con las consecuencias que ello
conlleva y que se perpetúan de generación en generación: rechazo del
otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los derechos
fundamentales, la institucionalización de la desigualdad. De ahí la
necesidad de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la
oblación de Cristo en la cruz, seguros de que «donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia... por Jesucristo» (Rm 5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt
3,17), vino a revelar el amor del Padre por la humanidad. El que
escucha el evangelio, y responde a la llamada a la conversión, llega a
ser en Jesús «hermano y hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo, por
una disposición divina autoritativa, sin el concurso de la libertad
personal, es decir, sin convertirse libremente a Cristo. El ser
hijo de Dios responde al imperativo de la conversión: «Convertíos y sea
bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para
perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Todos los que respondieron con la fe y la vida a esta predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera comunidad cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16; 6,3; 15,23): judíos y griegos, esclavos y hombres libres (cf. 1 Co 12,13; Ga
3,28), cuya diversidad de origen y condición social no disminuye la
dignidad de cada uno, ni excluye a nadie de la pertenencia al Pueblo de
Dios. Por ello, la comunidad cristiana es el lugar de la comunión vivida
en el amor entre los hermanos (cf. Rm 12,10; 1 Ts 4,9; Hb 13,1; 1 P 1,22; 2 P 1,7).
Todo esto demuestra cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que Dios hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5),[3]
también es capaz de redimir las relaciones entre los hombres, incluida
aquella entre un esclavo y su amo, destacando lo que ambos tienen en
común: la filiación adoptiva y el vínculo de fraternidad en Cristo. El
mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el
siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Múltiples rostros de la esclavitud de entonces y de ahora
3. Desde tiempos inmemoriales, las diferentes sociedades humanas
conocen el fenómeno del sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha
habido períodos en la historia humana en que la institución de la
esclavitud estaba generalmente aceptada y regulada por el derecho. Éste
establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, y en
qué condiciones la persona nacida libre podía perder su libertad u
obtenerla de nuevo. En otras palabras, el mismo derecho admitía que
algunas personas podían o debían ser consideradas propiedad de otra
persona, la cual podía disponer libremente de ellas; el esclavo podía
ser vendido y comprado, cedido y adquirido como una mercancía.
Hoy, como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad, la esclavitud, crimen de lesa humanidad,[4]
está oficialmente abolida en el mundo. El derecho de toda persona a no
ser sometida a esclavitud ni a servidumbre está reconocido en el derecho
internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado
diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y
ha dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay
millones de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades–
privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a
la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores, oprimidos
de manera formal o informal en todos los sectores, desde el trabajo
doméstico al de la agricultura, de la industria manufacturera a la
minería, tanto en los países donde la legislación laboral no cumple con
las mínimas normas y estándares internacionales, como, aunque de manera
ilegal, en aquellos cuya legislación protege a los trabajadores.
Pienso también en las condiciones de vida de muchos emigrantes
que, en su dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la
libertad, despojados de sus bienes o de los que se abusa física y
sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su destino después de
un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en
condiciones a veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la
clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y económicos, y
en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley, aceptan
vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las
legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia estructural
del trabajador emigrado con respecto al empleador, como por ejemplo
cuando se condiciona la legalidad de la estancia al contrato de
trabajo... Sí, pienso en el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales;
en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son vendidas con
vistas al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un familiar
después de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su
consentimiento.
No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional.
Pienso finalmente en todos los secuestrados y encerrados en cautividad por grupos terroristas,
puestos a su servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y
mujeres, como esclavas sexuales. Muchos de ellos desaparecen, otros son
vendidos varias veces, torturados, mutilados o asesinados.
Algunas causas profundas de la esclavitud
4. Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una
concepción de la persona humana que admite el que pueda ser tratada como
un objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de
su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como seres de la
misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como
objetos. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda
privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de
otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica;
es tratada como un medio y no como un fin.
Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro– hay
otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud.
Me refiero en primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo.
Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son
personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza
extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer
después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos.
Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas
para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
Entre las causas de la esclavitud hay que incluir también la corrupción
de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse.
En efecto, la esclavitud y la trata de personas humanas requieren una
complicidad que con mucha frecuencia pasa a través de la corrupción de
los intermediarios, de algunos miembros de las fuerzas del orden o de
otros agentes estatales, o de diferentes instituciones, civiles y
militares. «Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el
dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, en el centro de todo
sistema social o económico, tiene que estar la persona, imagen de Dios,
creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es
desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores».[5]
Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia, el crimen y el terrorismo.
Muchas personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como
combatientes o explotadas sexualmente, mientras que otras se ven
obligadas a emigrar, dejando todo lo que poseen: tierra, hogar,
propiedades, e incluso la familia. Éstas últimas se ven empujadas a
buscar una alternativa a esas terribles condiciones aun a costa de su
propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar de ese modo en
ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la
corrupción y sus consecuencias perniciosas.
Compromiso común para derrotar la esclavitud
5. Con frecuencia, cuando observamos el fenómeno de la trata de
personas, del tráfico ilegal de los emigrantes y de otras formas
conocidas y desconocidas de la esclavitud, tenemos la impresión de que
todo esto tiene lugar bajo la indiferencia general.
Aunque por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas,
especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de
las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces
dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas invisibles
que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y explotadores;
cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles mecanismos psicológicos,
que convierten a las víctimas en dependientes de sus verdugos, a través
del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres queridos, pero también
a través de medios materiales, como la confiscación de documentos de
identidad y la violencia física. La actividad de las congregaciones
religiosas se estructura principalmente en torno a tres acciones: la
asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto psicológico
y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de origen.
Este inmenso trabajo, que requiere coraje, paciencia y perseverancia,
merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero,
naturalmente, por sí solo no es suficiente para poner fin al flagelo de
la explotación de la persona humana. Se requiere también un triple
compromiso a nivel institucional de prevención, protección de las
víctimas y persecución judicial contra los responsables. Además, como
las organizaciones criminales utilizan redes globales para lograr sus
objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno requiere un esfuerzo
conjunto y también global por parte de los diferentes agentes que
conforman la sociedad.
Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en
materia de migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y
comercialización de los productos elaborados mediante la explotación
del trabajo, respete la dignidad de la persona. Se necesitan leyes
justas, centradas en la persona humana, que defiendan sus derechos
fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados, rehabilitando a
la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de
seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas
normas, que no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso
que se reconozca también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando
también en el plano cultural y de la comunicación para obtener los
resultados deseados.
Las organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el
principio de subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas
coordinadas para luchar contra las redes transnacionales del crimen
organizado que gestionan la trata de personas y el tráfico ilegal de
emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes niveles, que
incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como a las
organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
Las empresas,[6]
en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de
trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar para
que no se produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre
o trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que
unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de económico».[7]
Las organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen
la tarea de sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las
medidas necesarias para combatir y erradicar la cultura de la
esclavitud.
En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de
las víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones
religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado los
llamamientos a la comunidad internacional para que los diversos actores
unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga.[8]
Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar
visibilidad al fenómeno de la trata de personas y facilitar la
colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del mundo
académico y de las organizaciones internacionales, organismos policiales
de los diferentes países de origen, tránsito y destino de los
migrantes, así como representantes de grupos eclesiales que trabajan por
las víctimas. Espero que estos esfuerzos continúen y se redoblen en los
próximos años.
Globalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia
6. En su tarea de «anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad»,[9]
la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de carácter
caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la misión de
mostrar a todos el camino de la conversión, que lleve a cambiar el modo
de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, a un hermano y
a una hermana en la humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la
verdad y libertad, como nos lo muestra la historia de Josefina Bakhita,
la santa proveniente de la región de Darfur, en Sudán, secuestrada
cuando tenía nueve años por traficantes de esclavos y vendida a dueños
feroces. A través de sucesos dolorosos llegó a ser «hija libre de Dios»,
mediante la fe vivida en la consagración religiosa y en el servicio a
los demás, especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa, que vivió
entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza[10]
para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los
esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta «llaga
en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la carne de
Cristo».[11]
En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y
responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se
encuentran en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto
comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos interpelados cuando
encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de la trata de
personas, o cuando tenemos que elegir productos que con probabilidad
podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras personas.
Algunos hacen la vista gorda, ya sea por indiferencia, o porque se
desentienden de las preocupaciones diarias, o por razones económicas.
Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo, participando en
asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que son tan
valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una
sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir
caminos, cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e
incluso cambiar nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que
sobrepasa las competencias de una sola comunidad o nación. Para
derrotarlo, se necesita una movilización de una dimensión comparable a
la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente a
todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos los que, de
lejos o de cerca, incluso en los más altos niveles de las instituciones,
son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para que no
sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del sufrimiento
de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad y
dignidad, sino que tengan el valor de tocar la carne sufriente de
Cristo,[12] que se hace visible a través de los numerosos rostros de los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45).
Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn
4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la
vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una
globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé
esperanza y los haga reanudar con ánimo el camino, a través de los
problemas de nuestro tiempo y las nuevas perspectivas que trae consigo, y
que Dios pone en nuestras manos.
Vaticano, 8 de diciembre de 2014
FRANCISCO
[1] N. 1.
[2] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 2.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11.
[4] Cf. Discurso a la Asociación internacional de Derecho penal, 23 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 8.
[5] Discurso a los participantes en el encuentro mundial de los movimientos populares, 28 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 3.
[6] Cf. Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, La vocazione del leader d’impresa. Una riflessione, Milano e Roma, 2013.
[7] Benedicto XVI, Cart. enc. Caritas in veritate, 66.
[8] Cf. Mensaje al Sr. Guy Ryder, Director general de la Organización internacional del trabajo, con motivo de la Sesión 103 de la Conferencia de la OIT, 22 mayo 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 6 junio 2014, p. 3.
[9] Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 5.
[10] «A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios» (Benedicto XVI, Carta. enc. Spe salvi, 3).
[11] Discurso a los participantes en la II Conferencia internacional sobre la Trata de personas: Church and Law Enforcement in partnership, 10 abril 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 11 abril 2014, p. 9; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270.
[12] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24; 270.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11.
[4] Cf. Discurso a la Asociación internacional de Derecho penal, 23 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 8.
[5] Discurso a los participantes en el encuentro mundial de los movimientos populares, 28 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 3.
[6] Cf. Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, La vocazione del leader d’impresa. Una riflessione, Milano e Roma, 2013.
[7] Benedicto XVI, Cart. enc. Caritas in veritate, 66.
[8] Cf. Mensaje al Sr. Guy Ryder, Director general de la Organización internacional del trabajo, con motivo de la Sesión 103 de la Conferencia de la OIT, 22 mayo 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 6 junio 2014, p. 3.
[9] Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 5.
[10] «A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios» (Benedicto XVI, Carta. enc. Spe salvi, 3).
[11] Discurso a los participantes en la II Conferencia internacional sobre la Trata de personas: Church and Law Enforcement in partnership, 10 abril 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 11 abril 2014, p. 9; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270.
[12] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24; 270.
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