“Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué
de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Éx 20,2).
Así suena la introducción al Decálogo que, de parte de Dios, Moisés entrega al
pueblo de Israel. Antes de enumerar los mandamientos, se recuerda la acción
liberadora de Dios. La iniciativa ha venido de Él.
A la luz
de ese recuerdo, los mandamientos se entienden como la respuesta humana a
aquella iniciativa de Dios. Si el pueblo quiere ser libre habrá de tutelar los
grandes valores morales, como la dignidad de la familia y de la vida humana, la
armonía del matrimonio, la promoción de la justicia y el testimonio de la
verdad.
Pero,
junto a esos valores humanos, que garantizan la paz y la convivencia social,
hay que descubrir el valor de lo divino. Sólo Dios es Dios. Poner a las cosas o
a las estructuras en el puesto de Dios es caer en el barranco de la idolatría.
ENTREGA Y
PROMESA
En este tercer domingo de cuaresma se
proclama un conocido relato del evangelio de Juan (Jn 2, 13-25). En vísperas de
la fiesta de la Pascua, Jesús expulsa de
los pórticos del templo de Jerusalén a los mercaderes que venden bueyes,
ovejas y palomas para los sacrificios y a los que cambiaban el dinero profano
por las monedas aceptadas para las ofrendas.
Como se
ve, la actividad de los mercaderes estaba al servicio del culto que se
celebraba en el templo. Pero oscurecía el camino de la fe y apagaba la alegría
de los salmos de los peregrinos que llegaban de lejos. El texto nos dice que
solo Dios es Dios. Es fácil sustituirle por los ídolos. Hasta el comportamiento
más cercano a lo sagrado puede estar impregnado por la mundanidad.
Los
fariseos piden a Jesús un signo que demuestre la autoridad con la que actúa al
expulsar a los vendedores y oponerse al sistema establecido. Pero no son
capaces de admitir los signos de misericordia y compasión que Jesús va
derramando por todas partes. Y menos aún reconocen a Jesús como el verdadero y
definitivo signo de Dios.
LOS
SIGNOS Y LA VOZ
El relato
evangélico de la limpieza del templo incluye una triple observación que merece
ser meditada también en estos días:
• Jesús
hablaba del templo de su cuerpo. Cristo muerto y resucitado es el templo último
y definitivo. Su humanidad era, es y será el espacio en el que Dios se
manifiesta al hombre y en el que los hombres pueden acercarse verdaderamente a Dios.
• Jesús
ofrecía como signo su poder para reconstruir el templo. Pero no se refería a la
construcción herodiana, sino a su propio cuerpo. En él descubrimos a Dios. En
él damos gloria a Dios y nos encontramos en oración con todos los creyentes.
• Cuando
Jesús resucitó, sus discípulos se acordaron de sus palabras y dieron fe a la
Escritura y a la palabra de Jesús. No se trata solo de un recuerdo psicológico.
Se trata de una memoria en el Espíritu, que lleva a los discípulos hasta la
verdad plena.
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