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La misión del profeta Lc 4,21-30 (TOC4-16)
“Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”. Con estas palabras de aliento se cierra el oráculo con el que el Señor constituye a Jeremías en profeta de los gentiles (Jer Jer 1,19).
Bien sabe él que ha sido elegido para transmitir fielmente a su pueblo lo que Dios ha dispuesto. Habrá de interpelar a los jefes del pueblo, pero también a las gentes del campo. Su misión no será fácil. Habrá de encontrar una fuerte oposición por parte de todos. Pero el Señor saldrá en su defensa.
Nadie acepta impunemente la misión que Dios le confía. La historia y la experiencia nos dicen que todos los que escuchan la palabra de Dios y tratan de transmitirla con fidelidad se encontrarán con una fuerte resistencia.
LOS PROFETAS ANTIGUOS
El domingo pasado, el evangelio nos situaba en la sinagoga de Nazaret. Jesús leía un texto del libro de Isaias en que se recordaba la vocación y la misión de un profeta y se lo aplicaba a sí mismo, diciendo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oir” (Lc 4,21).
La traducción más habitual dice que sus oyentes quedaron admirados de las palabras de gracia que salían de sus labios. Sería mejor traducir que los vecinos de su pueblo quedaron escandalizados de las palabras de misericordia que salían de su boca.
En efecto, Jesús se atribuía el mandato de proclamar el año de gracia de parte de Dios y omitía las palabras del libro que prometían una venganza contra los enemigos. Jesús anunciaba a un Dios compasivo y misericordioso con todos.
Por eso recordaba que esa misma había sido la actitud de los grandes profetas de antaño. Elías había socorrido a una viuda de Sarepta. Y Eliseo había curado a un militar leproso procedente de Damasco. Ambos manifestaban la misericordia de Dios con los extranjeros.
Pero los vecinos de Jesús no estaban preparados para aceptar ese mensaje. Su nacionalismo era aldeano. Querían un Dios para ellos solos. No estaban dispuestos a renunciar a la venganza contra los paganos. No podían creer en la misericordia universal de Dios.
EL PROFETA RECHAZADO
Jesús podía haberse limitado a comentar el texto mirando al pasado. Podía haber invitado a sus vecinos a dar gracias a Dios por la misión de los antiguos profetas de Israel. Podía haber cantado la grandeza de la liberación que Dios había ofrecido a su pueblo. Pero fue más aláa. ¿Cuál había de ser la respuesta de Jesús?
• “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra”. Seguramente Jesús recordaba a Jeremías, acusado y perseguido por las gentes de su propio pueblo. Pero al igual que él, reconocía su propia vocación profética.
• “Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba”. El que había venido para anunciar la misericordia de Dios no pudo dar testimonio de ella en su propia aldea. Sus vecinos creían conocerlo bien. Por eso estaban cerrados a la sorpresa. No podían aceptar lecciones de él.
El hoy de la salvación Lc 1,1-4.4,14-21 (TOC3-16)
“Hoy es un día consagrado a nuestro Dios… Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene… No estéis tristes, pues el gozo del Señor es vuestra fortaleza”. Son hermosas estas exhortaciones con las que el sacerdote Esdras introduce la lectura del libro de la Ley (Neh 8, 10).
Este texto que se proclama en este domingo es importante por dos motivos. En primer lugar, nos recuerda la alegría del pueblo de Israel al poder escuchar la lectura de los libros santos. La reunión de la asamblea de los creyentes se apoya en dos importantes pilares: la oración y la meditación sobre la Palabra de Dios.
Además, nos enseña que la lectura de la palabra de Dios es motivo de alegría para los verdaderos creyentes y, al mismo tiempo, es una invitación para compartir con los pobres y necesitados los dones recibidos de Dios.
ELECCIÓN Y MISIÓN
Pues bien, el evangelio nos traslada a un escenario semejante. Entramos en la sinagoga de Nazaret. También en un pueblo tan pequeño como ese, los vecinos se reúnen el sábado en la sinagoga. No son muchos. Se conocen todos “desde toda la vida”.
Después de una breve ausencia, Jesús ha regresado al poblado. Por los alrededores ha ido extendiéndose la voz de que habla con autoridad. Así que las gentes de su aldea le ofrecen la oportunidad de leer y comentar los libros santos (Lc 4, 14.21). Jesús lee un texto que se encuentra en el rollo de Isaías. Dos ideas atraen la atención de los presentes:
• “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”. Era fácil aceptar que el profeta que había escrito así describía su vocación y reflexionaba sobre su propia identidad. Su vida había de ser testimonio de esa elección.
• “Él me ha enviado para anunciar… la salvación, la liberación… y la gracia”. Era un motivo de alegría recordar que los antiguos profetas habían sido elegidos y enviados como portavoces de la compasión y de la misericordia de Dios.
MENSAJE Y MENSAJERO
Jesús podía haberse limitado a comentar el texto mirando al pasado. Podía haber invitado a sus vecinos a dar gracias a Dios por la misión de los antiguos profetas de Israel. Podía haber cantado la grandeza de la liberacion que Dios había ofrecido a su pueblo. Pero fue más allá. De hecho, recalcó la actualidad de aquel antiguo mensaje,
• “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Al igual que el sacerdote Esdras, Jesús subraya la importancia del “hoy”. El pasado ha dejado espacio a un presente de gracia. La palabra proclamada se hace realidad ante sus vecinos.
• “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Jesús se presenta como profeta. Y se atribuye una misión que es una buena noticia para los pobres y los oprimidos, los marginados y los extranjeros.
• “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Como dice el Papa Francisco, “a los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazon”.
Agua y vino Jn 2,1-11 (TOC2-16)
“Como un joven
se casa con su novia, así te desposa el que te construyó: la alegría que
encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. Esas
palabras cierran la primera lectura de la misa de este domingo segundo del
Tiempo Ordinario. Están tomadas del libro de Isaías (Is 62,5).
Con ese oráculo se manifiesta el amor que Dios profesa
a su pueblo. Si alguna vez parecía haber sido abandonado por Dios hasta llegar
a ser devastado por sus enemigos, un día será reconocido como el pueblo elegido
y amado por Dios.
Lo más sorprendente del texto es que el oráculo
utilice imágenes y palabras tan estrechamente ligadas al compromiso
matrimonial. Así dice el Señor a su pueblo: “El Señor te prefiere a ti y tu
tierra tendrá marido”. La elección y la
providencia de Dios aseguran la presencia de la vida y un futuro de
prosperidad.
LA FIESTA DE LA VIDA
La liturgia de hoy nos traslada a Caná de Galilea.
Allí se celebra la fiesta de una boda. Y a la fiesta han sido invitados María,
Jesús y los discípuos que ha ido eligiendo (Jn 2, 1-12). Conocemos bien este
relato y muchas veces lo hemos incorporado a nuestra oración.
• En primer lugar nos indica que Jesús no rehúye las
fiestas de la humanidad. Participa en ellas con sinceridad y con serenidad. En
este caso comparte la fiesta del amor y de la vida. Dos grandes valores humanos
que quedan santificados por su presencia.
• Además, vemos la atención que María presta a las
necesidades de las personas. Es ella la primera en percibir la dificultad en la
que pueden encontrarse los nuevos esposos. Con razón la proclamamos como Reina
y Madre de Misericordia.
• Y con alegría descubrimos que Jesús hace posible que
el agua de nuestras fatigas se convierta en vino excelente para animar la
fiesta de la familia.
LOS SIGNOS Y LA FE
El evangelista concluye este relato con una anotación
que nos introduce de lleno en la identidad y en la misión de Jesús: “Así, en
Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de
sus discípulos en él”.
• Los signos habrían de ir marcando su camino. Un
itinerario de compasión. La ayuda prestada a los esposos, la curación de un
ciego, el reparto de los panes y la resurrección de Lázaro presentaban a Jesús
como el rostro de la misericordia de Dios.
• La gloria de Jesús era la gloria misma del Padre. No
buscaba su propio interés. Pretendía seguir la voluntad del Padre y hacerla
visible a sus discípulos. No puede ser diferente la intención de los que siguen
su camino.
• La fe es un don de Dios. Hay que pedirla en la
oración. Pero es también una tarea que implica toda la existencia. Crecer en la
fe, anunciarla y dar testimonio de ella es una tarea que da sentido a la
existencia de los seguidores de Jesús.
El nombre de Dios es Misericordia
La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para
permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de
Dios. Para que eso suceda, es necesario salir. Salir de las iglesias y
de las parroquias, salir e ir a buscar a las personas allí donde viven,
donde sufren, donde esperan.
«La misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios.
No hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a
hundirnos en arenas movedizas.»
Con palabras sencillas y directas, el papa Francisco se dirige a cada
hombre y mujer del planeta entablando un diálogo íntimo y personal. En
el centro, se halla el tema que más le interesa –la misericordia–, desde
siempre eje fundamental de su testimonio y ahora de su pontificado. En
cada página vibra el deseo de llegar a todas aquellas almas –dentro y
fuera de la Iglesia– que buscan darle un sentido a la vida, un camino de
paz y de reconciliación, una cura a las heridas físicas y espirituales.
En primer lugar está esa humanidad inquieta y doliente que pide ser
acogida y no rechazada: los pobres y los marginados, los presos y las
prostitutas, pero también los desorientados y los que viven alejados de
la fe, los homosexuales y los divorciados.
En la conversación con el vaticanista Andrea Tornielli, Francisco
explica –a través de recuerdos de juventud y episodios relacionados con
su experiencia como pastor– las razones de un Año Santo extraordinario
que ha deseado intensamente. Sin ignorar las cuestiones éticas y
teológicas, rebate que la Iglesia no puede cerrar la puerta a nadie; por
el contrario, su tarea es adentrarse en las conciencias para abrir
rendijas a la hora de asumir responsabilidad y alejar el mal realizado.
En la franqueza de la conversación, Francisco no se sustrae tampoco
de afrontar el vínculo de la relación entre misericordia, justicia y
corrupción.
Y a esos cristianos que se colocan a sí mismos en las filas de los
«justos», les recuerda: «También el Papa es un hombre que necesita la
misericordia de Dios».
Autor: papa Francisco
Editorial: Planeta testimonio
ISBN: 978-84-08-15092-3
150 páginas
Precio: 17,90 euros (papel) 12,99 euros (libro electrónico)
La nueva vida Lc 3,15-16.21-22 (TOC1-16)
“Aquí está
vuestro Dios, aquí está el Señor; viene con poder y brazo dominador; viene con
él su salario, le precede la paga”. Estas palabras se encuentran en el poema del
libro de Isaías que se lee en esta fiesta del Bautismo de Señor (Is 40, 1-5.
9-11). Al pueblo que retorna del cautiverio en Babilonia una voz le invita a
acoger al Señor.
Junto a la imagen de la fuerza y el poder, el pregonero
ofrece otra imagen de amor y de ternura: “Apacienta como un pastor a su rebaño
y amorosamente lo reúne; lleva en brazos los corderos y conduce con delicadeza
a las recién paridas”. El pueblo redimido de la servidumbre puede recordar
su pasado pastoril.
Todo indica que comienza un nuevo tiempo después del
exilio. Un tiempo marcado por los signos del encuentro y la fraternidad, de la
seguridad y la esperanza. Una nueva vida.
LA CORREA DE LAS SANDALIAS
El evangelio que hoy se proclama se divide en dos
partes, paralelas y complementarias. En la primera parte se recuerda el
bautismo con el que Juan anunciaba la llegada de otro más fuerte que él. Aquel
profeta no osaba siquiera compararse con los esclavos que ataban y desataban la
correa de las sandalias de sus amos (Lc
3,15-16).
Como Juan Bautista, la Iglesia sabe que ella no puede
salvar. Ha sido llamada a prestar un humilde servicio a su Señor. Y ha sido
enviada a preparar los caminos de los que esperan de Él la salvación. Nadie nos
puede salvar sino el Señor de la vida y de la libertad.
Juan bautizaba a sus oyentes con agua. El rito
significaba la purificación necesaria para preparar los caminos del Señor. No
podía haber conversión sin la purificación del pecado. Sería bueno repetirlo en
presente. Tampoco ahora habrá conversión sin aceptar la purificación. Bueno es
recordarlo en el Año Santo de la Misericordia.
LA ORACIÓN Y EL AMOR
En la segunda parte del evangelio de hoy se nos invita
a asistir a la escena del bautismo de Jesús (Lc 3, 21-22). En pocas palabras el
texto sugiere muchas cosas:
• “Mientras Jesús oraba se abrió el cielo”. Los
cristianos nos dirigimos a Jesús en nuestra oración. Pero no podemos dejar de
ver en él al gran orante. En su oración se abrían los cielos. Es decir, para él
y para nosotros, la oración es el acceso a Dios.
• “El Espíritu bajó sobre él como una paloma”. Tras el
diluvio, la paloma buscó una tierra donde posarse. Ahora comprendemos que Jesús
es la nueva tierra, la promesa y la realidad de una nueva creacion: de una
nueva vida.
• Una voz que venía del cielo lo reconoce como el Hijo
amado. Jesús es el Hijo predilecto del Padre. En él se revela el amor del
Padre. Y en él, nuestro hermano y Señor, también nosotros nos reconocemos como
hijos de Dios.
La sabiduría y la Palabra Jn 1,1-18 (NAC2-16)
“La sabiduría
hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo”. Así comienza un
hermoso poema que se encuentra en el
libro del Eclesiástico, con referencia a la sabiduria de Dios (Eclo 24,1).
El texto continúa proclamando que la sabiduría ha
brotado de la boca del Altísimo, actúa en sintonía con su voluntad y pone su
morada entre los hijos de los hombres.
Evidentemente, esa sabiduría de origen divino, que
preside la obra de la creación, no puede asimilarse a la simple erudición
humana. Es la fuente viva. La fuente de la vida, que renueva todas las cosas de
este mundo.
La sabiduría divina trasciende todos los planes
humanos. Y no se limita a ofrecer a los hombres este o aquel saber. Más que el
arte del saber, es el don del sabor.
LA VIDA Y LA LUZ
El evangelio que hoy se proclama ha sido leído también
en la tercera misa de la fiesta de la Navidad, así como el día 31 de diciembre.
Esa reiteración subraya la importancia de este texto con el que comienza el
Evangelio de Juan (Jn 1, 1-18). Son
ideas como dardos.
• “Al principio ya existía la Palabra”. Antes de los
mundos y de nuestras historias, más o menos importantes, ya existia la Palabra
de Dios, el proyecto de Dios, que, en realidad, coincide con su amor y su
misericordia.
• “En la Palabra estaba la vida”. No son nuestras
palabras las que generan la vida. No son ellas las que dan sentido a la vida. Nuestras
palabras sólo tienen valía cuando son un reflejo de la Palabra eterna de Dios.
• “La vida era la luz de los hombres”. Es sorprendente
esa identificación: palabra –vida- luz. Sin la Palabra de Dios, nuestra vida es
mortecina y nuestro caminar es un deambular a tientas en medio de las
tinieblas.
LA CARNE Y LA GLORIA
Con todo, el poema con que se abre el evangelio de
Juan no nos remite solamente a la eternidad divina. En él se da cuenta del
valor de la temporalidad humana.
• “La Palabra se hizo carne”. Siempre ha habido gentes
y movimientos que han tratado de ignorar el valor del cuerpo y de la peripecia
humana. Pero la Palabra de Dios no es un sonido vacío. Se ha hecho carne en
Jesús de Nazaret.
• “La Palabra habitó entre nosotros”. Puso su tienda
de campaña entre nosotros. Caminó por nuestras sendas. No sólo se dejó oir,
sino que se dejó ver y tocar. Por eso puede ser aceptada o rechazada. Por eso
puede guiar nuestros pasos.
• “Hemos visto su gloria”. En la Palabra que se ha
hecho carne hemos descubieto la gloria de Dios y la humanidad de Dios. Pero en
ella hemos podido descubrir también la gloria del hombre y la divinización del
hombre por obra y gracia de la misericordia de Dios.
1 enero. María, Madre de Dios
María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del
corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia
materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer
de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la
creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la
«plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), en el que Dios, eligiendo la
vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco de
la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su
Madre.
Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la
Iglesia y María están siempre unidas y éste es precisamente el misterio
de la mujer en la comunidad eclesial, y no se puede entender la
salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la
Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf. EN 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo
pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.).
En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a
Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la
relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de
Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre
nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en
nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy:
«Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la
Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los
sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad.
Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos
con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera
la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia,
de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia,
Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la
Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra
imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Jesucristo es la bendición para
todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos
da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es precisamente la
misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición
de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta
discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente, modelo de la Iglesia
en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia
y sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su
testimonio materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio.
Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la
Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos.
(De la homilía del papa Francisco en la celebración eucarística de esta solemnidad en 2015)
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