María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del
corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia
materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer
de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la
creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la
«plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), en el que Dios, eligiendo la
vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco de
la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su
Madre.
Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la
Iglesia y María están siempre unidas y éste es precisamente el misterio
de la mujer en la comunidad eclesial, y no se puede entender la
salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la
Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf. EN 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo
pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.).
En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a
Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la
relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de
Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre
nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en
nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy:
«Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la
Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los
sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad.
Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos
con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera
la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia,
de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia,
Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la
Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra
imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Jesucristo es la bendición para
todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos
da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es precisamente la
misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición
de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta
discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente, modelo de la Iglesia
en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia
y sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su
testimonio materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio.
Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la
Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos.
(De la homilía del papa Francisco en la celebración eucarística de esta solemnidad en 2015)
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