“Suscitaré
un profeta de entre tus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y él
les dirá lo que yo le mande” (Dt 18,18). Según el libro del Deuteronomio, con
esas palabras anuncia Dios el envío de un profeta semejante a Moisés. Como se
ve, será un profeta tomado de entre sus hermanos, es decir partícipe de la
suerte de su pueblo y comprometido con él.
Además,
habrá de transmitir las palabras del Señor para ser escuchado como su
mensajero. Esa elección por parte de Dios exige una fidelidad exquisita por
parte del elegido. El mismo texto añade que el profeta no deberá caer en la
arrogancia de proclamar en nombre de Dios aquello que Dios no le haya mandado.
Pero
la fidelidad es don y tarea. Un don de Dios en beneficio del pueblo. Y una
tarea que atañe también a los que escuchan o han de escuchar el mensaje del
profeta enviado por Dios. Así lo manifiesta el mismo oráculo del Señor que se
recoge en el texto. “A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi
nombre, yo le pediré cuentas”.
LA
AUTORIDAD
El evangelio de Marcos que hoy se proclama (Mc
1, 21-28) nos presenta a Jesús en Cafarnaún, la ciudad costera del lago de
Galilea que él habría de convertir en la base de su misión. Es un sábado y
Jesus acude a la sinagoga. Cuando toma la palabra los asistentes quedan
admirados, porque enseña con autoridad.
La autoridad no puede confundirse con el
poder. El poder es transitorio, mientras que la autoridad permanece. El poder
viene determinado por un golpe de fuerza o por la veleidad de los que eligen al
gobernante. Pero la autoridad proviene del valor del mensaje y de la coherencia
del mensajero. El poder aplasta a las gentes, la autoridad las ayuda a crecer .
La
autoridad de Jesús se vincula a su forma de enseñar y a su forma de actuar. Sus
palabras son corroboradas por sus acciones. En este caso, por la curación de un
enfermo, En tiempos en que la enfermedad se atribuye a un mal espíritu, Jesús
demuestra su autoridad liberando de él a este pobre paciente. La autoridad de
Jesús se identifica con la compasión.
LA
CONFESIÓN
El
evangelio de Marcos recoge los gritos que dirige a Jesús el enfermo. Aquel
marginado descubre en Jesús al verdadero profeta que había sido prometido por
Dios.
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“Sé quien eres: el Santo de Dios”. Cuando Pedro lo reconozca como el Mesías de Dios, Jesús lo proclamará
dichoso, porque esa revelación sólo puede venirle de Dios. Ahora Jesús se
limita a imponer silencio al enfermo. El Maestro no quiere ser identificado con
un curandero,
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“Sé quien eres: el Santo de Dios”. Cuando la Iglesia y cada uno de sus miembros
se pregunten por lo más importante en la evangelización, deberán recordar esta
primera confesión de fe que brota de las periferias existenciales del mundo,
como dice el Papa Francisco.
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“Sé quien eres: el Santo de Dios”. Cuando la humanidad descubra que la
felicidad no se encuentra en la ostentación del poder, sino en la escucha del
mensaje profético que le propone Jesucristo, habrá de prepararse a repetir este
grito de la fe.